Pasadas las 2:10 horas de “Historia de un matrimonio”, la película de Noah Baumbach, Scarlett Johansson cruza la calle vestida con el traje amarillo que usa John Lennon en la tapa de Sgt, Pepper’s para atarle el cordón del zapato derecho a Adam Driver, en el papel de su ex, que carga en brazos al hijo de ambos.

Me habían dicho que, como recién separado, quizá no fuera el mejor momento para ver la película. “Dejala para más adelante porque vas a llorar”, apostaron mientras los nenes jugaban en la plaza. Por supuesto que no hice caso al consejo y pasadas las dos horas de película no había derramado una sola lágrima. Empezaba a jactarme de eso cuando Scarlett cruzó la calle apurada y todo el resto que ya conté. Así, en tres segundos, desarmó mi resistencia emotiva.

Sin embargo, ese gesto fílmico no reflotó mi historia reciente, sino que me hizo retroceder unos 40 años hasta verme sentado en el piso de un colectivo escolar naranja que me llevaba de regreso a casa desde la colonia de vacaciones. Allí estoy mirando a otros que juegan al Tinenti, mientras el colectivo se mueve de un lado a otro en las calles empedradas de Boedo. Tengo el flequillo largo (y húmedo por el agua de la pileta), una remera blanca, pantalones cortos azules y las medias puestas del revés. Y, secretamente, observo a Mariela. Lo hago fugaz para que no se dé cuenta, como pudiendo cambiar el lente de una cámara: uno de cerca para mirar el Tinenti, otro de lejos para verla nítida a ella.

Mariela vivía en un edificio enfrente a mi casa. Yo era, digamos, amigo de su hermano, Martín, con quien conversaba a los gritos de ventana a ventana. “¡Holaaaa!”, lo llamaba cuando estaba aburrido, generalmente después de almorzar. “¡Holaaaa!”, le grité uno de esos días, pero no fue Martín, que tenía mi misma edad, el que abrió la ventana, sino Mariela, un año mayor que él. Cuando lo hizo, el viento pareció subir hasta ese segundo piso para despeinarle el pelo lacio, revolvérselo y enviarla apenas dos pasos hacia dentro de la casa. Yo tenía ocho años y un hermano de dos con el que apenas podía jugar por la diferencia de edad que nos separaba. “¿Cómo se llama tu hermanaaaa?”, le pregunté a Martín después de aquella primera vez. Me gritó que Mariela. “¿Cómooooo?”. “¡Marielaaaa!”.

Yo sabía poco de las vidas de Martín y de Mariela. Vivían con el padre, casi no bajaban a jugar a la calle e iban caminando juntos a la otra escuela del barrio. Mientras gritaba con Martín, Mariela estaba casi siempre detrás como si fuera su sombra. Sólo podía verla si era una tarde de sol porque iluminaba toda la habitación. A veces, mientras hablaba con él, también usaba el otro foco del lente, el de lejos. Martín debía creer que lo observaba, pero no. Le mentía con la mirada para llegar hasta Mariela.

“Vas a ir a la colonia del Parque Patricios”, dijo mi mamá unos días después de terminar las clases, y corrí para gritárselo a Martín. “¡Voy a ir a la coloniaaa. A la del Parque Patriciossss!”. “¡Mi hermana tambiénnnnn!”, respondió. Tragué saliva, sentí que me aumentaban las palpitaciones, agarré con más fuerza que siempre las rejas del balcón; lo noté porque quedaron las marcas sucias en mis dedos. Busqué a Mariela detrás de Martín para confirmar la noticia, pero no estaba. Intuí que, por cortesía, debía preguntarle a Martín por qué no va a ir él. Se lo grité cuando justo pasaron un colectivo, dos, tres. No me escuchó. Alguien lo llamó, seguro su papá. Me hizo una seña con las manos y cerró la ventana.

Nunca supe por qué Martín no fue a la colonia, pero el primer día, cuando el micro pasó a buscarme a las 8, Mariela cruzó la calle y se subió al vehículo. Yo la vi a través de la ventanilla sentado casi al fondo. Ella aprovechó uno de los asientos libres cerca del chofer, saludó a su papá en la puerta del edificio y a Martín, creo, porque levantó la mano mirando hacia el balcón.

En los casi dos meses que duró la colonia nunca coincidimos con Mariela. Los varones íbamos por un lado; las mujeres, por otro. Yo la miraba desde lejos mientras ella nadaba, saltaba, corría o, simplemente, jugaba. Si ella se paraba en uno de los bordes de la pileta, yo en el contrario. Los vestuarios, además, eran distintos. Durante todo ese verano Martín no volvió a abrir la ventana. “El papá me contó que está enfermo”, dijo mi mamá después de cruzarlo en la panadería. “¿Pero ni un ratito puede salir al balcón?”, le pregunté. “Parece que no”, contestó mientras le cambiaba el pañal de tela a mi hermano.

De noche yo soñaba que le hablaba a Mariela, que conocía su voz, que se reía, que se sentaba conmigo en el micro. Podría decir que durante ese tiempo de infancia amé a Mariela en secreto y que la que cuento es la historia de un amor que no fue, pero seguramente todo sea una exageración alimentada por los años, la timidez de entonces y el misterio que reapareció después de ver esos tres segundos de “Historia de un matrimonio”.

“Porque el último día de la colonia, como hizo Scarlett con Adam en la mitad de una calle estadounidense 40 años después, Mariela se me acercó cuando volvíamos en el micro hacia nuestras casas, pasó por el costado de donde los otros jugaban al Tinenti, estiró sus manos y, sin mirarme a la cara, ató mi zapatilla derecha. Cuando sintió los cordones bien ajustados, se sacó con el dorso de la mano el pelo lacio de su cara, volvió a pasar hacia la parte delantera del colectivo, se sentó y esperó a llegar. Una vez ahí, bajó primero y subió a su casa. La seguí todo lo que pude sin pestañear.

Al día siguiente, un sábado muy temprano, Mariela, Martín y su papá se mudaron no sé dónde.