Las sillas blancas están separadas en cuatro filas largas, finas, en espera. En todas hay personas sentadas.

En una que está al costado, una mujer vestida con un viejo sacón beige, un pantalón oscuro y zapatillas grises gira y gira su anillo de casamiento. Lo tiene en la mano derecha, no en el dedo anular izquierdo, y juega a voltearlo una y otra vez, como quien le da cuerda a un reloj.

Adelante de ella, otra mujer, canosa, lee un libro grueso. Al terminar cada página, levanta la cabeza y mira hacia lugar donde espera ser llamada. Pese al frío que hace en el gran salón, un hombre se quitó el abrigo y solo tiene puesta una camisa de mangas cortas. Se desprendió los tres botones de arriba y por allí asoma una cadenita plateada. La toca de vez en cuando. También la besa.

Hacia la izquierda charlan dos mujeres y detrás de ellas, otra escribe en su celular un largo mensaje que cierra con dos emojis de los que tienen corazones en los ojos. Más lejos, un hombre repasa moviendo la boca la letra de la canción que escucha con sus auriculares. Se acompaña con un movimiento de manos que simula tocar un bandoneón. Tiene los dedos ágiles, los mueve como en un solo mientras la orquesta -acaso- sostiene la base de la melodía con violines, un contrabajo y un piano. Bailan los dedos, se eleva tensa la pierna derecha, el pie marca el ritmo con la punta. Un hombre, que debe tener unos 60 años, lo mira fijo y sonriendo.

Otro, en cambio, clavó la vista en el piso, que está pintado de verde, y se pasa constantemente la mano por la barba.

En diagonal está sentada una mujer que busca algo en su cartera y no parece encontrarlo. Aprovecha que la silla que tiene a su lado está vacía para voltear lo que no le permite dar con lo que quiere: una billetera naranja, el estuche negro de los anteojos, un paquete de pañuelos descartables, un bolso pequeño y rayado, una birome, dos biromes, tres biromes, el teléfono celular. Vuelve a guardar todo mientras mueve la cabeza resignada por el olvido.

Como a la mitad del salón, un hombre se para y camina lateralmente hacia la izquierda. Parece haber reconocido a alguien. Pide permiso a dos mujeres, que descruzan sus piernas. El hombre tiene una campera marrón de gamuza gastada en los codos. Al final de esa fila una mujer ve a quien se le acerca despacio y de costado. Entrecierra los ojos para identificarlo, agudiza la vista, endereza la espalda, pero no se levanta hasta que él está a unos dos metros, quizá menos. Es alto -seguro mide más de 1,90 metros- y ancho. Tendrá unos 65 años y ella, unos pocos menos. Cuando está a un metro casi exacto, se detiene. Le dice algo que a ella le confirma, finalmente, que se trata de quien creía. Entonces, recién ahí, se para y amaga con dar un paso que la acerque, pero se arrepiente. Él, con los pies quietos, inclina hacia delante su cuerpo para recortar un poco la distancia, como quien se asoma por la esquina para ver lo ido. Es ella la que habla y él, quien la escucha diciendo que sí con la cabeza. Los barbijos no los incomodan. Ella saca una pañuelo de tela de uno de los bolsillos y se le pasa por los ojos. Lo hace suave y profundo. También dice que sí cuando él le habla. Y así están unos segundos, diciéndose sí, y, pocas veces, negando. Todo a un metro de distancia.

No pude dejar de verlos. Ni siquiera cuando la enfermera me pinchó el brazo con la vacuna.