Pucho se moría debajo de la mesa del comedor. La veterinaria nos había dicho que tenía una infección en la sangre y que probablemente le quedaran pocas horas de vida. Tenía once años y había llegado a la casa de mi abuelo por una confusión. Una vecina tocó el timbre y preguntó:

– Don Roberto, ¿este es el perrito que se le había perdido el otro día?

Mi abuelo ya se había olvidado del perro, de cómo se llamaba y hasta si se había perdido. Le dijo que no, pero que si quería dejarlo… Pucho, que todavía no se llamaba así, era color café con leche apenas cortado y tenía una lejana mezcla de pequinés aunque el hocico más largo. Era muy lindo. El abuelo lo hizo pasar y después puso a debate con mi papá y mi tío qué nombre le pondrían. Fue Pucho, como adelanté, acaso por aquel personaje de historieta de Hijitus.

El perro se adaptó rápido al nombre, a la casa y a las pocas costumbres de mi abuelo. Un chasquido de dedos del viejo y él subía saltando a los dos primeros escalones de la escalera que iba a la terraza, esperaba que le pusiera la correa y salía caminando a la par de mi abuelo hacia la calle. Una vez ahí, doblaban por México y paraban en la panadería. Roberto compraba una cremona, unos cuernitos, a veces medialunas -todo de grasa-, pagaba y seguían. Daban otra vez la vuelta, ahora por La Rioja, y a mitad de la cuadra, desde la puerta del negocio, el abuelo le gritaba a Francisco, el quinielero: “El 29 en la vespertina de Provincia”. Después, retomaban hasta la esquina de Chile, giraban a la izquierda y avanzaban por la calle más arbolada del barrio, que a esa altura tiene una sola cuadra. Los veo ahora: el sol se filtra entre las copas más altas, una brisa los peina hacia atrás, las veredas están tapadas de hojas secas y logro escuchar el paso arrastrado del abuelo en sus pantuflas y el tic tic tic tic, como un reloj con pilas nuevas, que hacen las patitas de Pucho contra el suelo.

La vuelta a la manzana podía demorarles media hora o 45 minutos. Así casi todos los días, aunque lloviera. De regreso, el abuelo le sacaba la correa a Pucho y lo mandaba a tomar agua: “Vaya”. Siempre le hablaba de usted. Mientras el perro cruzaba el patio, Roberto golpeaba tres veces con la palma de la mano derecha el borde lateral de la escalera para llamar a mi viejo y mi tío, que trabajaban cosiendo zapatos en la habitación del primer piso de la casa. Alguno de los dos abría la puerta de chapa gris y el abuelo, preguntaba: “¿Hago mate, che?”. La respuesta siempre era sí. Una vez que tenía listo todo, apoyaba la pava, el mate de lata azul y lo que hubiera comprado en la panadería en una bandeja de madera, con la mano desocupada, volvía a golpear la escalera y esperaba que alguno bajara. Roberto se guardaba dos o tres cuernitos, un pedazo de cremona o cuatro medialunas para compartirlas con Pucho, que se subía a una silla del comedor para quedar a la altura de la mesa y a tiro de su porción.

Pero esa tarde el perro estaba recostado debajo de la mesa del comedor y temblando. Yo lo tapaba con el trapo sobre el que siempre dormía y él, con mucho esfuerzo, se incorporaba y lo sacaba con los dientes. Pensaba que tenía frío, pero acaso fuera la infección le estaba quemando todo el cuerpo marrón de la cola hasta el hocico. Mi papá y mi tío lloraban sin saber qué hacer, pero mi abuelo, el único de los cuatro que no estaba junto al perro, insólitamente se había puesto a cortar con una sierra dos maderas de unos 50 centímetros de largo. La vida del perro más querido de la familia se iba temblando y él, su dueño, su compañero, parecía ajeno a todo mientras armaba una especie de cruz atando las maderas con un grueso hilo sisal. Pucho gemía y se destapaba, yo insistía en cubrirlo del frío que no tenía, y el abuelo ajustaba las partes que había unido con esfuerzo. A las cinco de la tarde, más o menos, Pucho dejó de temblar, el abuelo entró en el comedor y pidió que nos fuésemos de ahí.

– ¿Qué vas a hacer con el perro, viejo? No hagas locuras – le dijo mi tío.

– Soltá esa cruz de mierda y andá a pasear. Nosotros nos ocupamos -agregó mi papá secándose las lágrimas con el puño de un buzo.

– Ustedes dos se van a trabajar y vos, también. Quédense tranquilos. Yo los llamo en un rato – contestó calmo el abuelo.

Mi papá y mi tío subieron obedientes, pero yo me quedé, sin que mi abuelo lo supiera, recostado en la escalera y apenas asomado a la baranda para espiar qué hacía el viejo con la cruz y el perro. Fue hasta la cocina, revolvió un cajón (lo supe por el ruido) y volvió al comedor una vela y la caja de fósforos. Después sacó un plato de losa beige del aparador. Tomó un fósforo, lo prendió y lo acercó al pabilo de la vela que había colocado en una posición de 45 grados. El fuego derritió un poco la cera, que fue cayendo en el plato. Antes de quemarse los dedos, apagó el fósforo, enderezó la vela y la pegó en la losa. Se puso en cuclillas con bastante dificultad (el abuelo a esa altura debía tener unos 74 o 75 años) y después apoyó las rodillas en el piso para meterse debajo de la mesa. Tomó el cuerpo de Pucho (la cabeza le quedó ladeada, como sostenida por un hilo de agua), lo cargó en sus antebrazos y lentamente se paró: primero sobre una rodilla y luego, al fin, sobre las dos. Apoyó al perro en la mesa y salió al patio a buscar el ovillo del hilo sisal. En el camino, pareció que se le salía una pantufla y trastabilló.

– Lo parió – dijo bajito.

Yo apenas respiraba. La tarde estaba muy fresca, pero ni siquiera pensaba en eso por las dudas que me dieran ganas de estornudar. Arriba, en el taller, el ruido de las máquinas de coser era, increíblemente para mí, el mismo de siempre.

El abuelo volvió al comedor con el ovillo y una tijera. No pude ver bien esa parte porque él me tapaba, pero estoy casi seguro de que con cada trozo de hilo cortado ataba una a una las patas de Pucho en los extremos de la cruz de madera. Sentí ganas de vomitar, sí, pero nunca de pararme y gritarle que estaba completamente loco, que dejara a ese perro en paz, que ya estaba bien. Nada de eso me salió. El abuelo fue a su habitación. Me dio un miedo muy grande mirar hacia la mesa del comedor, así que apreté los ojos y apoyé apenas la espalda sobre los escalones. Fueron los últimos segundos de una especie de descanso. Me reincorporé cuando escuché que el viejo volvía con un rollo de papel celeste en las manos. Me convenció de eso el ruido que hizo cuando lo desenvolvió. Fue de nuevo a la cocina y regresó con un pegamento y un pincel. Eso sí lo vi: pintó las cuatro puntas de la cruz de madera a las que había atado a Pucho y las pegó sobre el papel una por una. Tapó el frasco del pegamento, dejó el pincel a un lado y apagó la luz del comedor. A esa altura del atardecer solo pude ver, o eso creí, que el abuelo rezaba. Estuvo así dos o tres minutos. Encendió de nuevo la luz, cortó otro pedazo de hilo, mucho más largo que los anteriores, lo ató en el centro de la cruz y lo dejó suelto. Lo sentí respirar hondo, como quien toma fuerzas antes de extremarse al límite de sus posibilidades. Levantó la cabeza y los hombros y dio un grito tremendo, que parecía venir del principio de todo.

– Aaaaaaahhhhhhhhhhh – retumbó en el comedor, en el pasillo, en la manzana y en todo el barrio. Los árboles añosos e inmensos de la calle Chile se sacudieron al punto de casi partirse al medio y caer sobre el empedrado sin autos. Las máquinas del taller pararon de inmediato y mi viejo y mi tío se abalanzaron sobre la puerta, pero no pudieron abrirla. Un viento negro, de tormento y de tormenta, se arremolinó en el patio de la casa y tuve que agarrarme fuerte de la escalera porque temí que me arrastrara. Estaba casi sin fuerzas para seguir aferrado cuando mi abuelo salió caminando del comedor con el perro crucificado y en brazos. No había sangre, pero sí muerte. Antes de meterse en el mismísimo centro de esa especie de huracán, el abuelo tomó la punta del hilo que había dejado suelta y levantó a Pucho como un barrilete. La fuerza del viento los absorbió como dos plumas, dos pájaros, dos recuerdos que se esfuman sin porqué y los hizo subir tan alto que los perdí de vista. El huracán se fue transformando en una brisa y mi papá y mi tío al fin pudieron abrir la puerta del taller. Vi una sorpresa trágica en sus caras. Bajaron rápido la escalera, corrieron por el pasillo y salieron a la calle. Miraron a cada lado buscando una señal, pero no la encontraron.

-¿Qué pasó? – me preguntó mi papá desesperado cuando volvió a la casa. Le di un abrazo y le pedí que me dejara ir, que ya le contaría todo. Que todavía tenía mucho miedo y ganas de correr, llorar y respirar hasta lastimarme la garganta. Mientras, mi tío se agachó debajo de la mesa, tomó el trapo sobre el que dormía Pucho y lo olió. Por lo demás, todo parecía en orden.