Los anteriores dueños de la casa les habían dejado un banco de esos que pueden encontrarse en una plaza. De listones de madera pintados de blanco, con patas de hierro negro y un respaldo cóncavo. Ideal para que pudieran sentarse a leer, tomar mate o dejar pasar el tiempo. Analizaron en qué lugar del jardín colocarlo y coincidieron en que era mejor ponerlo bien al fondo, pegado a la medianera que los separaba de los vecinos.

– Hasta podés apoyar la cabeza en la pared – argumentó ella.

Tenía razón.

Habían comprado la casa en una de las tantas turbulencias económicas del país. El lugar estaba casi abandonado, pero ellos sintieron que podían revivirlo. Metieron las manos en la arena, el cemento, la cal. Cargaron cientos de ladrillos, sacaron muebles viejos, algunos rasguñados por la humedad, y entraron los nuevos, bien fuertes. Pusieron una cama en el centro de una de las habitaciones. En la otra, pegada a un pequeño patio, pintaron el futuro. Todo lo interior parecía listo, el de la casa y el de ellos. Ahora, al jardín. Les llevó tres tardes de calor, dos palas y un pico con punta dar vuelta toda la tierra reseca, casi muerta. Empezaban temprano, a las 8, y terminaban cuando anochecía. Desayunaban, almorzaban y merendaban sentados en el banco blanco del fondo. Fue el lugar donde armaron y desarmaron planes, decidieron colores, plantas, macetas, parrillas, colgantes, luces y toldos. Cuando terminaron, trajeron la tierra nueva, el césped, los árboles y el perro.

A las pocas semanas decidieron que era momento de inaugurar la casa. Llamaron a las amigas y los amigos, a las compañeras y compañeros de trabajo, a unos pocos familiares. Cada invitado trajo sillas. Comieron, tomaron, rieron y bailaron. Se descalzaron en el jardín, sintieron lo acolchado del césped nuevo como un masaje que necesitaban y querían. La inauguración duró toda la noche. A la mañana, ofrecieron mate, café y medialunas. Después, se quedaron solos. Él se fue a dormir y ella caminó hasta el fondo del jardín esquivando los restos de la fiesta para sentarse en el banco. Desde ahí podía mirar todo. Le gustaba el paisaje, le parecía inabarcable. Como aquel chico que pide ayuda para ver el mar, ella también, acaso, necesitaba un súper poder para abrazar esa imagen y metérsela en el cuerpo. El perro se acostó y ella tocó su pelo con la punta de los dedos de los pies. La alteró un pensamiento. ¿Qué seguía? ¿Cómo sería disfrutarlo? ¿Podría hacerlo? ¿No le ganaría el tedio, la costumbre o la rutina? ¿Cómo continuar ahora que había llegado? Porque llegar, lo que se dice llegar, era muy parecido a eso. ¿Así era la felicidad? ¿Y si tuviera que empezar de nuevo? ¿Podría? ¿Tendría la energía para hacerlo? El perro pareció escuchar lo que ella pensaba porque se incorporó de golpe, la miró compasivo y buscó su mano con la cabeza para que lo mimara. A ella le cayeron dos lágrimas del mismo ojo. Estuvo ahí sentada hasta casi el mediodía. Después, entró en la habitación, se apoyó suave en la cama, lo despertó despacio y, mientras él se abría al nuevo día con una sonrisa feliz, le dijo:

– Me voy.