Yo sé en qué lugar de la mesa come Diego porque allí no hay migas, restos de comida ni manchas. Tampoco hay nada en esa porción de piso que rodea a su silla, tanto sea en un bar, en un restaurante o en mi casa, como anoche. Y no es que él sea una persona extremadamente prolija en el resto de las cosas que hace. Sus cuadernos de escuela, lo sé perfectamente porque fue mi compañero de banco varios años, eran un escándalo: tachaduras, borrones, páginas perforadas, colores chillones. Sus carpetas no tenían anillos sanos, a las lapiceras les faltaba su capuchón y las cartucheras, siempre con lamparones de tinta. Su mamá, Nora, se quejaba de las manchas de su ropa y él no tenía respuesta para darle cada vez que ella le preguntaba mostrándole, pongamos, una remera: ¿Y ésta cómo te la hiciste? Diego se le acercaba, le palmeaba la espalda y buscaba tranquilizarla.

Yo iba mucho a su casa, sobre todo en la época de la secundaria. Diego había sido, a mediados de los 80, uno de los primeros en tener una computadora, que básicamente usaba para jueguitos de fútbol, boxeo o carreras. Y como él vivía cerca de la escuela, cada hora libre o ausencia de un profesor nos íbamos a su casa aprovechando, además, que su mamá trabajaba desde la mañana temprano en un ministerio.

También nos veíamos los fines de semana porque éramos socios del mismo club, donde nos pasábamos sábado y domingo jugando a lo que fuera con tal de que el tiempo corriera tan lento como pudiera verse. Cuando empezaba a anochecer, volvíamos caminando planeando qué podríamos hacer al día siguiente o repasando cuántas materias no habíamos estudiado. Como a mí, a Diego no le gustaba bailar, así que los sábados a la noche íbamos a recitales: Las Pelotas, Divididos, Memphis, Todos Tus Muertos, Attaque 77, Cemento, Prix D’ Ami, Roxy y Obras.

Seguimos siendo amigos en la adultez. Él estudió, alternativamente, Sociología, Antropología y Psicología, pero terminó trabajando en una agencia de seguridad privada. No como agente ni nada de eso, sino en Recursos Humanos.

– Te imaginás la gente que labura ahí, ¿no? De la pesada, ex Bonaerense, de la Federal. El dueño es un ex comisario, un poronga.

Él sabe que yo sé de qué habla. Qué significa ser un poronga o de la pesada. Espionaje, seguimientos, aprietes, palizas, algún tiro en las piernas, custodia a millonarios, en countries, encubrimiento, robos para “mantener un presupuesto” y hasta tipos con antecedentes en los 70.

– ¿Qué hacés ahí? – le pregunté mil veces y también anoche, cuando en la cena contó el armado de todo el operativo que terminó con tres pibes, ninguno de más de 20 años, baleados a tres cuadras de un boliche, según los diarios en “un ajuste de cuentas narco”.

– Vienen a la oficina y me cuentan. Creen que soy psicólogo y me cuentan todo. Algunos se quiebran, claro, pero no sabés las cosas que dicen. Hasta me anticipan lo que van a hacer. Es insoportable saber todo eso. Lo peor es que a veces creo que me estoy acostumbrando, que ya no me impresiona nada.

– ¿Te estás analizando? ¿Con quién hablás de esto? – le insistí al verlo abrumado, angustiado, con miedo.

– No, no puedo decirle esto a nadie. A nadie. Bueno, te lo estoy contando ahora a vos, pero imaginate que de lo que sé, esto que charlamos es un 10 o 15 por ciento.

– Juntémonos en la semana – le propuse mientras hacía el café y ordenaba los platos de la cena. Estábamos solos en la cocina porque el resto charlaba en la mesa.

– Mañana te llamo y arreglamos. Pero voy a llamarte desde otro celular, ¿sí? Termina en 86, pero no te lo puedo pasar. No conviene que lo agendes – contestó.

No supe si abrazarlo o qué. Me concentré en no derramar el café en los pocillos. Diego se ofreció a llevar la bandeja al comedor, pero me pareció que temblaba un poco.

– Mejor agarrá lo que trajiste. ¿Qué son? ¿Alfajorcitos? ¡Qué rico!

Puse todo el énfasis optimista que pude en la frase. Había que borrar lo que flotaba en el ambiente de la charla anterior para que nadie en la mesa dijera: “Qué caras tienen ustedes dos. ¿En qué andan?”

Repaso todo mientras barro las migajas que quedaron en el piso del comedor después de la cena. La mesa de madera que hice con tablones de pinotea tiene manchas de vino y helado, de salsa y chocolate. El único lugar sin rastros de comida es donde se sentó Diego. Pienso en cómo estará él, en qué decirle cuando me llame hoy y me asombro otra vez de su capacidad para no ensuciar nada al comer. Hay, me parece ver, algo blanco que sobresale del borde de la mesa. Me agacho. Es un papelito enrollado y metido en un agujero de la madera. Intento pellizcarlo con los dedos, pero no puedo. Está muy bien escondido. Voy a buscar una pincita al baño. ¿Qué será eso? ¿Desde cuándo estará ahí que no me di cuenta? Quizás lo puso algún amiguito de Tomás. Claro, seguro que es eso. Vinieron a estudiar el otro día. Vuelvo con la pincita, me agacho y el borde de la mesa queda a la altura de mis ojos. Paciencia, me digo, paciencia para que no se rompa el papel. El agujero es profundo, así que voy a tener que masillarlo. Pero cuándo se hizo este agujero. Ahí va, ya lo tengo. Me siento y lo desenrollo. Está escrito. La tinta pasó hacia el otro lado de la hoja. Es la letra de Diego.

Dice:

“Si mañana no te llamo, cuidá a mi vieja. Te quiero, Flaco”.