La casa del tío Tucho y la tía María era hermosa. Tenía tres pisos, un patio, una entrada para los autos, un balcón terraza con parrilla y vista a un parque donde siempre había partidos de fútbol. Para un nene de 10 años, la edad que tenía en aquel Mundial de España 1982, era lo más parecido a un paraíso. Yo tenía dos costumbres, casi rituales, en esa casa del barrio de Flores. Una era, mientras los grandes charlaban sentados a una larga mesa en el living, ubicarme en uno de los descansos de la escalera que iba a las habitaciones y colgar las piernas por entre las barandas. La otra, tomar un libro de fotos del Mundial de Argentina 1978 que Héctor tenía entre la colección de novelas de Agatha Christie, su autora favorita. Tucho era uno de los hermanos de Rosina, mi abuela paterna. El otro era Rafael, que vivía en Villa Diamante, un barrio pegado al Riachuelo a la altura de Valentín Alsina. Villa Diamante era una barriada de inmigrantes italianos, en su mayoría hijos o hijas  de padres que habían peleado o sufrido la Primera Guerra Mundial y que, escapados por el miedo y el hambre, llegaron en barco a la Buenos Aires de principios del siglo pasado. Es raro porque ahora, cuando busco en qué municipio bonaerense está ubicada Villa Diamante, figura en Wikipedia que hay con ese nombre “un disc jockey y productor de Bastard Pop argentino conocido por sus mezclas que fusionan el hip hop, la cumbia, el rock argentino y en menor medida otros estilos”. La tarde del 11 de julio de 1982 toda la familia llegó a la casa de Tucho y María para ver la final del Mundial entre Italia, la selección por la cual se hincharía, y Alemania.  Allí estábamos, entre otros, mi hermano -que nació el día de la apertura del Mundial 78 del libro de Héctor, mi mamá y mi papá, que seguramente manejó el Peugeot 504 blanco desde Almagro hasta Flores. Había esa tarde, además de la final mundialista, otra atracción en la casa de Tucho y María: un televisor a color. Como todos los recuerdos infantiles, a mí me pareció que era un aparato enorme, de ciencia ficción, que con solo mirarlo encendido uno se ponía feliz. “Señor, señora, ¿ustedes quieren ser felices? Miren esa TV. Listo, felicidad garantizada”. Aquello era lo más moderno de  la familia. También algo hipnótico. Había visto, unos días antes, la eliminación de Argentina de ese mismo Mundial sentado en el piso de la cocina de mi casa a través de una televisión con pantalla blanco y negro cuya imagen se desajustaba invariablemente si alguien pasaba a menos de 50 centímetros de distancia.  Es decir, entonces, que ese domingo vivía poco menos que un sueño, tanto que ni siquiera se me había ocurrido subir la escalera para sentarme en los descansos colgando la piernas a un precipicio de poco más de un metro y medio de alto.  

Hay algo que todavía no dije y es el momento: con Tucho, María y mis primos vivía Luis, mi bisabuelo, el abuelo de mi papá. Luis era Luigi para toda la tanada y en 1982 tenía 87 años. Había quedado casi sordo después de pelear en la Primera Guerra. Contaba siempre que todo era consecuencia de las explosiones de las bombas que caían cerca de las trincheras donde él y otros tantos intentaban ganar un rato más de vida mientras Italia perdía la guerra por toda Europa. Había nacido en 1895 en Benevento, en aquel tiempo un pueblo muy chico del sur del país y hoy una ciudad de 57.000 habitantes con un patrimonio histórico, artístico y arqueológico heredado del imperio romano. Luigi casi no hablaba y mucho menos de Benevento, de Italia, de Europa y de fútbol. Sin embargo, esa tarde de julio fue sentado en el mejor de los sillones, en el centro del living y de frente a la televisión a color parar ver la final. Había nervios y euforia en la familia. De los pocos recuerdos vívidos que tengo de todo aquello, uno es que vi el partido caminando detrás de los sillones, mirando a la calle por la ventana y tomando gaseosa. El primer gol lo hizo Paolo Rossi a los 12 minutos del segundo tiempo cabeceando la pelota casi al ras del césped del Santiago Bernabéu, la cancha del Real Madrid, escenario de la definición. El segundo, y acá quiero detenerme, lo convirtió Marco Tardelli. Su festejo es uno de los más reconocidos en la historia de los mundiales. Después de tirarse al piso y rematar cruzado de zurda, Tardelli se para, corre de espaldas al arco y pasan dos, tres o cuatro segundos hasta que da un alarido moviendo la cabeza de un lado hacia o otro como quien no cree que pueda estar pasándole semejante felicidad por el cuerpo. Lo cuenta así en un documental para los 20 o 30 años del título: “En ese momento pensás en las cosas que hiciste. Es un poco como cuando dicen que vas a morir y volvés a ver toda tu vida. Volví a ver cuando empecé a jugar al fútbol, cuando era un chico. Llegué a ese momento al que cualquier chico quería llegar”. Tardelli grita, abre la boca como frente al dentista y todos en la casa de Tucho y María hacemos lo mismo. Hay abrazos, saltos, risas. Luigi, en cambio, apenas se mueve. Tiene un pullover de lana con rombos, una camisa asomando por el cuello en V, un pantalón gris y las manos que alguna vez dispararon un fusil, apoyadas tranquilas sobre las piernas. Alessandro Altobelli metió el tercero y Paul Breitener descontó. Fue 3-1 final para Italia a colores. Estimo que después de eso volvimos a casa en el Peugeot 504 y que al llegar me senté en el piso de la cocina y prendí el televisor blanco y negro rogando que nadie le pasara cerca para que no se desajustara la imagen. A Luigi volví a verlo unos meses después cuando, en una clásica salida de familiar, fuimos hasta la basílica de Luján. De ese día tengo una foto: él está en el centro, mi hermano a su izquierda y yo, a la derecha. Estoy sonriendo. Al poco tiempo, Luigi murió. También Tucho. María, en cambio, tuvo muchos problemas de salud pero llegó a conocer a mi hijo. Un domingo de calor, poco antes del mediodía, llegué con el nene a la casa de Flores. Ella llevaba un tiempo largo en cama y apenas se levantaba. Me pidió que se lo dejara tener en brazos. Dijo que era hermoso y pasó una de sus manos por mi frente, como si todavía tuviera el peinado flequillo a lo Carlitos Balá de los 80. En un momento levanté a mi hijo y lo senté en el descanso de la escalera del que ya hablé. Aquellas alturas no eran tales y yo era papá. Antes de irme, la tía María me agradeció la visita. Dijo: “Gracias por dejarme conocer al nene. A mí ya no me queda mucho”. Me tragué las lágrimas hasta el día de su sepelio. La cama donde murió María estaba en el mismo living donde habíamos visto el Mundial de España.