– ¡No lo dejes salir más!

Mi abuela opinaba sobre todo lo que ocurría en la casa: dónde ir de vacaciones y durante cuántos días, qué queso había que comprar, de qué color pintar el living, qué programa ver en la televisión, a qué hora de cenar y qué castigo imponerme, por ejemplo, cuando en la escuela, algo que era bastante habitual, desaprobaba una o varias materias. Ella vivía con nosotros y tenía derecho a decir lo que quisiera, por supuesto, pero el problema era que siempre se hacía lo que quería. Veraneamos en Mar de Ajó durante 15 días y no en Gesell, se compraba el queso más barato, las paredes del living debían pintarse de un color oscuro, cenábamos a las 20.30, las persianas tenían que estar cerradas en verano para conservar el fresco del departamento y abiertas en invierno para “ventilar los virus”. En fin, de todo opinaba y siempre, siempre, se hacía su voluntad. Y, generalmente, lo que decía lo decía en un tono fuerte. ¿Gritaba? Bueno, no tanto, pero tampoco hablaba bajito o “normal”. Enojada, tajante, dictadora. Eso, dictadora. Mi mamá, su hija única, me decía que siempre había sido así. Me lo contaba en secreto, claro. A veces, cuando me animaba a preguntarle algo sobre la abuela, me llevaba a otra parte de la casa para que ella no la escuchara y se agigantara el escándalo. Pero ella…

– ¿Qué pasa? ¡Los escucho aunque hablen bajito!

No había forma de escaparle dentro de la casa ni tampoco fuera. Tenía una especie de red de espías que le contaban todo cuando bajaba para hacer las compras.

– Ayer pasó su nieto con la novia – le decía la panadera.

– Sí, compró esa revista de rockeros – le confirmaba el diariero.

– Me lo crucé a las 7.30 medio tambaleante – me denunciaba el portero.

Y toda esa información que recogía la iba dosificando y ventilando cuando yo cometía algunas de esas faltas que para ella eran merecedores de castigos. Casi todas, bah. Por supuesto que las hacía públicas a la hora del almuerzo y la cena. Y después de tirar la bomba, exigía una respuesta de mi mamá.

– ¡Que no vaya más al club! ¡Que no salga hasta que no apruebe Educación Cívica!

Pero su peor reacción fue el día que aparecí en la televisión presentado como “el presidente del centro de estudiantes del colegio que reclama la renuncia del rector y corta la calle en el barrio de Caballito”. Ese día, o esa tarde, cuando volví a casa, primero no pude entrar porque había dejado puesta la llave en la cerradura. Toqué el timbre varios minutos mientras veía que me miraba por la mirilla. Finalmente, abrió. Cuando entré, me siguió con una mirada que parecía sangrienta, llena de aguijones. Y con esa misma mirada, no sé cómo hizo, me fue guiando hasta la cocina, donde había dispuesto una corte marcial que ella, obviamente, tenía el honor de presidir con mi mamá como simple testigo. A esa altura había desaparecido el aura de fama que me había dado la aparición televisiva y la discusión con el conductor de barba candado, al que ella admiraba.

– ¡Que no vaya a Bariloche! ¡Para que sepa lo que es cortar una calle y las consecuencias que tiene! ¡Hoy te corta una calle y mañana frena el tránsito de Rivadavia o se vuelve un guerrillero! ¡Te digo que tenés que hacer algo con este chico, te digo!

Tenía esas cosas: cuando más nerviosa se ponía, terminaba la frase de la misma manera que la había empezado. Tipo los afiches de “Hoy gran baile hoy”. En fin, después de escucharla, esperé un castigo de mi mamá que nunca llegó. Ese año fui a Bariloche, volví, aprobé todas las materias y, al siguiente, empecé la facultad. Fue en esos meses en los que una mañana la sorprendí cuando respiraba el gas que salía por la puerta abierta del horno. Apenas me vio, cerró la llave, abrió la ventana y se sentó pesada en una de las sillas. Intenté calmarla con mis dos manos sosteniéndole la cara, pero ella me miraba enojada, altiva.

– Sos un desastre – dijo sin gritar.

Mi mamá consultó a una serie de médicos y todos decidieron que era mejor internarla, que era un riesgo que siguiera viviendo con nosotros. Que tenía que estar bajo atención. Al poco tiempo la abuela empezó a perder la memoria. Apenas conocía a mi mamá, pero siempre le preguntaba cómo estaba yo. Le decía que se cuidara de mí y, al mismo tiempo, que me cuidara. Mi mamá volvía con los ojos llorosos. Yo intentaba consolarla y disculparla por no haberme protegido de la abuela. No hablábamos de ella, pero yo necesitaba saber. ¿Por qué la abuela había sido así conmigo? ¿En qué momento se había vuelto de ese modo si, al fin y al cabo, con ella me dejaba mi mamá cuando era apenas un bebé y se iba a trabajar? Y, sobre todo, lo me costaba comprender, acaso con mucha inocencia, era cómo una persona que había sido enfermera y, estimo, cuidaba bien a las personas que atendía, al mismo tiempo había sido tan dura y despiadada, por decirlo de alguna manera, con nosotros. Eso último lo empecé a saber después de que murió y una mañana mi mamá decidió tirar buena parte de los papeles que la anclaban a su madre. En una caja forrada con papel negro tipo tela de araña, entre algunas fotos blanco y negro, había una credencial con su nombre y apellido, el número de documento, una foto mal sacada, el rótulo de enfermera, una “maternidad”, el año 1977 y el lugar de trabajo: Campo de Mayo.