“El primer hijo de William Kotzwinkle nació muerto. Su esposa rompió bolsa una mañana, él la llevó al hospital, asistió al parto, vio nacer al bebé, escuchó a los médicos decir que estaba muerto, salió de la sala de partos, esperó a la autopsia, recogió a su hijo, se lo llevó metido en una cajita que él mismo construyó, lo subió a un trineo y lo transportó hasta el lugar en donde lo enterraría. Cuando terminó esta penosa tarea, se encerró en su estudio y casi de un tirón escribió ‘El nadador en el mar secreto’. Corría el año 1975”.

Nunca había llorado con un libro hasta que leí esa novela. Página a página, Kotzwinkle cuenta el desgarro final de un sueño, el suyo y el de su esposa, Diana. Afuera, nieva. Dentro, un hospital gélido, silenciosamente aterrador. En un parto, justamente, es el silencio lo que aterra. Mientras los médicos conversen entre sí y hasta hacen bromas, el panorama puede ser el mejor. Donde todos callan, vive el miedo. “Que llore, que llore”, pedí para mí cuando nació mi hijo. Esos segundos de silencio entre que comienza a aparecer del vientre hasta que sale por completo son una ruta vacía. Al fin lloró. Después lo apoyaron brevemente sobre el pecho de su mamá, que estaba exhausta, lo envolvieron con una tela blanca y lo llevaron a una sala contigua para tomarle la temperatura, el pulso y enjuagarlo. Cuando me lo dieron, al fin, le dije:

-Todo va a estar bien.

Algunos años antes de ese atardecer de enero habíamos perdido un embarazo. Aquello duró seis semanas, quizás algunos días más. Nos lo dijeron de la peor manera. Habremos tardado un mes, dos meses en reponernos. Hicimos consultas a médicos y distintos estudios. “Es normal”, nos llevamos como respuesta unánime. Que la estadística dice que cada tantos embarazos, uno no llega a término, que van a tener otras oportunidades, que son dos personas sanas, que…


Escribe Kotzwinkle:

La enfermera se acercó a Diana.

-Son cosas que pasan. Estoy segura de que tendrán más suerte la próxima vez.

Vivíamos muy cerca de un parque en el que, para ese tiempo, habían empezado a construir un altar del Gauchito Gil. Con paciencia, los albañiles levantaron un mausoleo con techo a dos aguas. Cuando estuvo listo, lo pintaron de rojo, principalmente, y celeste. Después, entraron una figura del gaucho Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez, bigote ancho, pelo largo, vincha y pañuelo rojo, camisa celeste y bombacha marrón. El Gauchito Gil, el santo pagano, está apoyado sobre una cruz. El mausoleo abría de día, inclusive los fines de semana, hasta que atardecía, cuando los encargados de cuidarlo cerraban la puerta y apagaban las velas que los fieles prendían a un costado de la construcción. Hasta ahí fui el primer día -un viernes- que supimos del segundo embarazo. El lugar estaba cerrado, pero, igualmente, me paré delante y tan bajito -como nueve meses después iba a pedir “que llore, que llore”-, le agradecí. Hice lo mismo todos los viernes que siguieron, desde los más fríos de mayo hasta los calurosos de enero. Siempre cuando anochecía. “Gracias”. Hasta hoy ese ritual era un secreto compartido entre él y yo. De todo eso me acordé leyendo el libro “El nadador en el mar secreto”. Reviví esa sensación de un tajo invisible de la pérdida que va baja lento, insoportablemente lento, desde la garganta hasta el ombligo descosiendo un sueño. La mirada perdida, una mano que aprieta a otra, la boca seca, el frío de la vida que no es. Pensé mucho en Kotzwinkle. Lo imaginé parado en la sala de parto mientras todo está en silencio y nadie llora. Quise mentirle:

-Todo va estar bien.