No hay nadie en la esquina. Acaso sea la primera vez que salgo a esta hora y no encuentro a nadie. En el barrio dicen que es un lugar peligroso porque se juntan rateritos, adictos, minas explotadas, pibes sin casa. Conozco a algunos, a algunas, a todos y a nadie. La brisa de la noche trae el olor del río y el ruido de la mierda que sale del caño de la curtiembre y cae en el agua, volviéndola aceitosa. Al principio, cuando llegué a la zona, me resultaba imposible respirar. El olor quedaba guardado bien profundo en la nariz, como cuando un estornudo deambula sin salir y genera un cosquilleo difícil de sostener sin cerrar los ojos o fruncir la cara.

Pero hoy no hay nadie, salvo el olor. Más lejos veo tres latas de cerveza tiradas junto al árbol, el único, pelado por el otoño. De una sale un hilo de líquido que se mueve por las fronteras de las baldosas. Hay pocas muestras de pasto al borde del cordón. Me apoyo en la parecita sin terminar de la casa del vecino; metió algunos ladrillos, los revocó sin ganas y así los dejó, a la altura justa para apoyarse. Acá es así. Todo se deja. «Hay que dejarse vivir», recomienda siempre Mirta, la panadera. También tiene otra frase, mezcla de muletilla y viveza. «Te debo el vuelto. Llevate dos chupetines”. Encuentro uno de esos en el bolsillo de la campera. Le saco el envoltorio despacio, tratando de no hacer mucho ruido. Como si alguien fuera a escucharme, a tenerme en cuenta. Me quedan los dedos pegados por el dulce. Meto en la boca uno de esos «vueltos», que tiene gusto a sandía. Es agrio al principio. Hago una pelotita con el papel del chupetín y cuando lo voy a tirar, escucho que el vecino levanta apenas la persiana que da a la esquina.

–¿Sos vos? – pregunta con un tono áspero.

– Sí, ya me voy. ¿Te desperté?

– No, pero sentí que había alguien.

– Perdón.

– El mismo síntoma de siempre, ¿no?

– Sí, pero nunca es lo mismo. Igual, ya me siento mejor.

– Bueno.

Baja la persiana. Escucho que habla con la esposa; le lleva tranquilidad. Se acerca un perro. Ni me mira. Se pone a lamer la cerveza derramada. Primero, con la punta de la lengua, como tanteando. Después, más entusiasta. Me digo que cuando termine el chupetín, volveré a casa. La parecita con poco revoque está marcándome el culo. Además, está más fresco que cuando llegué. Salí tan apurado que apenas me llevé las llaves. Desde que empezaron los ataques duermo casi vestido, con el pantaloncito de la selección y una chomba azul. Dejo las ojotas apareadas a un costado de la cama, listas para meterle los pies a las apuradas. Porque no hay aviso y siempre es mejor que me encuentren tirado en la calle que muerto en un colchón hundido después de varios días, todo húmedo y con olor al río rancio.

Vienen dos pibes. Uno tiene puesta una campera de jean celeste de otra época. El otro, pregunta:

– ¿Tenés fuego?

– No.

– ¿Y unos pesos para la birra?

– Tampoco, perdón. Salí sin guita.

Me creen. Se van sin mirarme como el perro, que sigue lamiendo la cerveza en la vereda. La brisa ahora es casi viento y también trae olor a hierro quemado; seguro de algún auto descartado y prendido fuego. Deben ser las tres. Siento frío y sueño, entonces me tranquilizo. Un rato después del síntoma siempre sobreviene el sueño. El corazón se fue calmando. Me hizo bien el chupetín.