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De repente me pasaron un papelito: “En el recreo que viene, te mato”. Su letra era inconfundible. La conocía porque habíamos estudiado varias veces juntos y nunca logré entender qué escribía. Le pregunté con la mirada al que me había pasado el mensaje si era para mí. Dijo que sí con la cabeza. Entonces estiré el cuello hacia delante y miré a la izquierda para encontrarlo varios bancos más allá, aunque a la misma altura. Me estaba esperando serio, con el mentón punteagudo, los ojos saltones y el mechón de pelo castaño acomodado detrás de la oreja. Me señalé el pecho con el dedo índice para confirmar, esta vez de forma directa, si al que iba a matar era a mí. Me respondió cruzándose un dedo sobre el cuello. Era yo. La clase -no recuerdo de qué materia- recién empezaba. Quedaban 35 o 40 minutos para el recreo. La amenaza, la cita, ya había trascendido a otras filas del aula. Lo supe porque algunos empezaron a darse vuelta para mirarme. La mayoría me daba fuerzas con el puño apretado. Supe en ese momento que no podría evitar la pelea. Me invadió una sensación de temor que iba y venía desde el estómago hacia la garganta. Tragué saliva para cruzar esa angustia de piedra bloqueando el camino a la altura del pecho. Lo volví a mirar tres veces más. En una de esas me atreví a hacerle montoncito para preguntarle por qué. Me mostró los dientes como un perro adiestrado para cazar. Si así fuera, debía oler mi transpiración de terror a lo que vendría. Alguien me palmeó la espalda para darme ánimo. Mi compañero de banco preguntó:
– ¿Qué le hiciste?
– Nada.
Los minutos pasaron tan rápido como los años hasta hoy. El timbre del recreo sonó acaso más fuerte que de costumbre y apenas se fue el profesor o la profesora de no recuerdo qué materia, todos comenzaron a gritar:
– Vamos, dale, al patio, cagalo a trompadas, corran, matalo, apuren, vigilen que no nos vean, dale, reventalo.
Así hasta que salimos al patio exterior, el de las canchas de fútbol. Iba rodeado por varios que me recomendaban estrategias para pelear, golpes, patadas, empujones. La nube de guardapolvos blancos se abrió y ahí apareció. Furioso. Se golpeaba las manos, movía los brazos, zapateaba el piso de cemento. Aparentaba ser un toro. El sol me daba en la cara, así que intenté girar un poco. Se armó una ronda enorme o eso creo.
– ¿Qué te hice?- le pregunté con la voz que me salió.
No me respondió. Ya era tarde. Pensé que, al menos, no tenía que romperme la camisa ni el pantalón. Alguien me sacó el guardapolvo. Pedí que me lo cuidaran mientras todo pasaba. Y todo pasó. Se me abalanzó confiado, abierto. El mentón punteagudo, al frente; los ojos más grandes que nunca; el pelo lacio, pegado a la frente húmeda. No recuerdo si gritó antes o después. Estiré el brazo hacia su cara y mi dedo índice entró apenas en uno de los orificios de su nariz. Ese movimiento torpe fue suficiente para abrir las compuertas de un dique interior de las que comenzó a salirle sangre. Primero una mancha, después una gota que baja hacia la boca y, en seguida, un hilo que marcó el piso gris. Se asustó. Yo también. El resto gritó más fuerte:
– ¡Matalo! ¡Hacelo mierda!
Me lanzó dos o tres patadas que pude esquivar girando a su alrededor. Quizá tiró algunas piñas que no me dieron. Tenía la camisa celeste sucia de sangre. Mucha sangre. Le costó respirar y empezó a llorar. Entonces me declararon ganador y se fueron. Nos quedamos solos en el patio unos segundos más hasta que sonó otra vez el timbre del recreo. Había que volver al aula.
– Vení, lavate en el baño. Levantá la cabeza -le dije.
Caminamos hasta una pileta.
– Limpiate.
– Tengo miedo.
– Primero, limpiate. Después mantené un poco más la cabeza hacia atrás. ¿Tenés un pañuelo? Bueno, con una punta hacé como un taponcito y ponételo en el agujero. Me lo enseño mi abuelo.
Me hizo caso. Ya no lloraba, aunque tenía la cara mojada después de lavársela. Seguía asustado, aunque menos. Lo miré, pero él no.
– Tenemos que volver al aula. ¿Qué hago? Nos van a poner una mala nota – dijo y sollozó. Le aseguré que no iba a pasar nada. No me creí lo que decía.
Mientras regresábamos, pasamos por el kiosco de la escuela. Le pedí que me esperara mientras compraba una bolsita con Sugus. Pagué con las monedas que tenía en uno de los bolsillos del pantalón gris. Le ofrecí y agarró dos: azules de ananá. Una vez en la puerta del aula, abrí y le puse la mano en un hombro para que entrara primero. Todavía no había llegado el profesor o la profesora. Nadie dijo nada. Me sentí desplomar en el pupitre. En la mesa todavía estaba el papelito de la pelea.